viernes, 9 de diciembre de 2016

SIENTO CÓMO SOLLOZAN

Siento cómo sollozan al otoño
unas hojas torcidas.
Las mueve un hálito desapacible
con su habitual carisma.
¡Ah, cuánto dolor sienten mis tobillos
rompiendo esas costillas!
¡Ah, cuánto duele un pisotón adrede,
una montaña encima!

Se acercan lentamente a saludarme
como escolares tímidas;
unas sobre otras hasta que se suben
a mis zapatos, bases deslucidas
de mi fuste, mi escuálida columna:
un cuerpo que entre obstáculos camina,
atento a la sorpresa
de espontáneas caricias
y a las rachas del viento,
padre de la llovizna.

No me conformo con limosnas de aire,
me achicharra la envidia.
Quiero ser una de esas indefensas,
rechazadas por fértiles ramitas,
que vertieron la sangre a borbotones
y a cualquier suela incómoda se arriman.
Quiero como ellas verme en adoquines,
escuchar sus temores y agonía.

Se alejan los humores de la tarde
en fondos de amatista,
pero la tarde es codiciosa, huraña,
paciente y sibilina.
Parece a punto de atrapar un muro
para sembrar en él su semilla,
para asentar su imperio,
su luz de aura incisiva.

Mirándose en paredes desconchadas,
el plátano a sus hijas
libera y me franquea sobre el piso
unos pasos que obligan
a danzar cuidadoso,
con temor a la brisa.

Sigo arrastrando rostros en harapos,
caras a unos sudarios adheridas:
hojas sin alimento,
mis exhaustas amigas.

Dan a entender en petición humilde
que mate su agonía.
Quieren que las aplaste.
Puede ser que en su sísmica
trepidación a locas estén dando
lugar para que acabe con sus vidas.
Pero yo las esquivo;
no quiero ser verdugo de unas víctimas,
de prisioneras mórbidas
que con humilde sumisión me miran.
Por la pena de verse descubiertas,
su aspecto enclenque hace que me resista
a trizar los palillos de sus nervios,
quebrarlas y destruirlas.

Es mejor que abandone mi camino
en la otoñal cornisa,
bajo la empalizada de las copas,
que aliviadas respiran
del canto que en estío les impuso,
volando sin parar, la golondrina.
Tomo una calle lateral, sin norte;
voy dejando esas caras consumidas.
Me vuelvo y miro atrás: ahí os quedáis,
criaturas pobres, míseras.
Adorad al otoño, vuestro rey,
valerosas y frágiles amigas.

Detrás de mí quedaron sus cadáveres
en ataúdes que giran y giran.
Las hojas por detrás de mí se arrastran,
en cortejo me gritan.
Me recuerdan que soy
uno a yacer bajo ellas algún día.

© Antonio Macías Luna

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