viernes, 9 de diciembre de 2016

A LAS DEHESAS DE BURGUILLOS

Qué gusto me da contemplaros,
¡oh, rojas dehesas!,
al romper el alba
cuando el sol acaba
por desparramar las tinieblas.
Cómo os hacen sombra
unas a otras vuestras cabezas,
paredes al sol,
a su llama dominadora.

Os canto con toda la fuerza,
con el brío desenfrenado
de mi corazón rebosante,
con el desbordado denuedo
de mi alma perpleja.

Los verdes manchones,
esos verdes fríos, celestes
sobre vuestros montes
hacen que mi ánimo se altere.
Son las mantas, los cobertores,
los faustos broqueles
que os cubren y abrigan
contra las heladas ariscas.

Habladme, decid.
¿A dónde fueron a parar
vuestro venturosos guardianes,
aquellos demonios bravíos
de cuya cerviz
en negro zaino
dos puñales cruzan el aire?
Os defienden la honra
con sus corazones de acero,
narices abiertas
e hilachas de baba,
y os pisan las tierras
sus angulosas patas.

¿Dónde están las hoscas siluetas
pegadas a un cielo violeta,
que lanzan a todo pulmón
bramidos de guerra?
¿Dónde, los alientos de infierno
que abrasan vuestra ajada piel?
Dejaron sus puestos,
mansos y llevados
por los carruajes de la noche.

Puntos negros en marcha lenta
se avecinan amenazantes.
Son vuestros guardianes,
que se despertaron
con las estridencias
de un alegre cantar de pájaros
desde la paciente arboleda.

¡Oh, inusual dorada belleza!,
la que reparte cada día
el sol en porfía
a las alambradas punzantes,
a los jalones de hormigón
y hierro oxidado,
cuya herrumbre miráis
amasada al sol.
¿Y esas traviesas entre sí unidas,
cuyos pies se clavan
en vuestras entrañas,
esqueletos férreos,
torretas marciales
cargadas con cables
de eléctrica fuerza
y muerte instantánea.

¡Oh, llanos extensos!,
picados de aisladas encinas,
hermanas de los eucaliptos,
junto a juguetones regueros
que a capricho os despintan
los días de lluvia y granizo.

¡Oh, fértiles campos!
Sois el paraíso pequeño
de Dios en la tierra;
mar ondulado y estremecido,
surcado por los cortafuegos,
que se han convertido
en toscas veredas,
atiborradas de terrones,
donde los débiles tobillos
se doblan y duelen.
Las sendas se alejan y pierden
a los pies de vuestros cortijos,
broches amarillos
sobre el cuero agreste.

¡Dehesas de la serranía!,
fecundas servís
de pan y sustento
a mi alma hambrienta.
Y son vuestros prados
el deseado lecho
donde latirá
mi corazón en vida o muerto.

© Antonio Macías Luna

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